Esta semana mi abuela, mi ídolo, ha cumplido 90 años. Nos separan 6000 km de distancia, y otra distancia, esta si, insalvable: su alzheimer. Decidí que superaría estas distancias y me tomé el día libre, me acerqué al Charles river, caminé hasta Cambridge y me senté en una terracita en Harvard Square, saboreando un café con leche y un croissant de los de verdad, mientras escribía mis recuerdos sobre ella. Conseguí escribir particularidades que definen mis años de infancia y juventud al lado de una mujer de carácter fuerte.
Una de las cosas que me gustaba de mi abuela era acompañarla a la compra por nuestra pequeña ciudad. Mi abuela siempre ha sido muy presumida. El negro no era un color que estuviera en su vestuario, usaba ropas de todos los colores, preferiblemente con estampados floreados, conjuntado con tacones de vértigo. Incluso para ir a comprar una docena de huevos, mi abuela se arreglaba según los siguientes cánones de belleza:
- cabello crepado, desafiando las leyes de la gravedad;
- labios pintados, tono marrón, resaltando su media sonrisa;
- traje chaqueta, hecho a medida, sobrio y elegante, con los colores de la temporada, fuera esta o pasada;
- zapatos de tacón, a conjunto con el traje chaqueta, como mínimo en un color;
- accesorios dorados adornaban el traje y un bolso de dimensiones considerables paseaba muy orgulloso de la mano de mi abuela.
Así habillada, cruzaba la calle y entraba en las tiendecitas de barrio antes existentes, a comprar un litro de leche o 200 g de jamón dulce. Por las calles siempre encontrábamos gente que la saludaba y le decía lo guapa que estaba. Ella, sin el más mínimo rubor, decía que muchas gracias y continuaba con una media sonrisa por fuera y una amplia sonrisa por dentro, contenta de ser el centro de atención.
Aunque a veces, además de admiración, conseguía desencajar mandíbulas... de estupefacción. Recuerdo un día que salimos a la calle y se encontró a una mujer que yo nunca antes había visto. Mi abuela le preguntó qué tal estaba su marido, a lo que la señora respondió que mejor, que muchas gracias, que había sido un susto pero que se estaba recuperando lentamente. A lo cual, ni corta ni perezosa, mi abuela, supuestamente para animarla, le dijo: "Esas cosas, nunca se sabe. Quizá cuando menos te lo esperes, dentro de un tiempo se muera por una cosa menos importante." Le dijo adiós y continuamos nuestro camino. La pobre mujer se quedó parada en la acera, con la boca abierta, no sabiendo si había entendido lo que mi abuela le había predecido. Yo miré a mi abuela, que continuaba su camino impasible, sin ningún atisbo de arrepentimiento en su cara y habiéndose olvidado ya de la pobre mujer con el marido enfermo que quizás moriría... algún dia.
Otro día, entramos en la pescadería. Estábamos a la cola, hablando de todo y de nada con la gente que esperaba, cuando entró una vecina de las de toda la vida. En el barrio, todo el mundo sabía que se había hecho una operación estética para estar más guapa y con menos arrugas en la cara, pero nadie se atrevía a preguntar. De pronto, mi abuela va y le dice, sin tapujos, delante de todo el mundo: "¿Qué, no piensas contarme nada?" A lo que la pobre señora le respondió, un poco sofocada, que no sabía de lo que le estaba hablando. Mi abuela continuó: "Mujer, este tipo de operaciones se hacen para que se noten, si no, no merece la pena." La mujer se ruborizó al máximo pero no contestó. En la pescadería sólo se escuchaba el sonido del cuchillo al impactar contra los pobres branquios del lenguado que estaba desmenuzando la pescadera. Mi abuela y la señora continuaron esperando en la cola de la pescadería, mi abuela como si nada, la otra como si la hubiese atropellado un camión.
Esa es mi abuela. La desencajadora de mandíbulas, ya sea por sus vestidos coquetos o por sus comentarios impertinentes.
Y me encanta.
Felicidades, iaia!
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