Sábado por la mañana. Toda la casa está dormida. Los despertadores apagados, no sea que nos asusten mientras estamos en brazos de Morfeo. Un tímido rayo de sol se cuela débilmente a través de la ventana y yo me giro hacia el lado opuesto, para disfrutar de este sueño calmado, de un día sin prisas, de un despertar lentamente que nos llevará a un desayuno sin horario pero con toda la família.
De pronto, un grito ensordecedor:
"¡Mamáaaaaaaa!"
Me incorporo, mientras intento situarme plenamente en este momento de realidad. Mientras busco mis gafas palpando en la mesilla de noche, mi pequeño entra en la habitación como una exhalación.
"¡Mamá, MIRA, un tick!"
Y me muestra una garrapata asquerosa adherida en la parte delantera de su pie. Comprobamos aterrorizados que las patas de este ser infecto se mueven, y que tiene la boca insertada dentro de la piel de mi hijo.
Me hiperventilo y vuelo para coger el teléfono y llamar a la pediatra. Me contesta una voz soñolienta que resulta no ser la pediatra, sino una mujer con voz enfadada que me pide mi nombre, apellido (deletreado, por supuesto), el nombre y apellido de mi hijo (deletreado, evidentemente), y el motivo de que yo la haya despertado a estas horas de la mañana. Cuando acabo de balbucear todos los datos que me va preguntando, ella me dice que la pediatra va a llamarme en breve. Y cuelga.
Espero un segundo a que me llame la pediatra.
No llama.
Espero otro segundo.
No llama.
Espero un nanosegundo más, que no se diga que no soy paciente.
No llama.
Marco el 911.
"Servicio de emergencias, ¿desde dónde llama?"
"Mi hijo tiene una garrapata clavada en el pie, ¿qué debo hacer?"
Silencio.
"¿Desde dónde llama?"
Doy mi dirección completa (deletreando) y me pasan al servicio médico.
"Servicio médico, ¿desde dónde llama?"
Doy mi dirección completa y acto seguido les digo que mi hijo tiene una garrapata clavada en el pie.
Silencio al otro lado de la línea. Después, con voz atónita pero calmada, que yo intuyo que es para no mandarme a hacer gárgaras, me pregunta:
"¿Tiene unas pinzas?"
En ese preciso instante, me doy cuenta que mi marido, el padre del niño con una garrapata en el pie, tiene unas pinzas en su mano y está intentando sacar al maldito bicho del organismo de mi amado pequeño. Mientras el pobre hombre del servicio de emergencias me dice cómo debo proceder para sacar la garrapata, mi marido ya lo está haciendo con mano firme, consiguiendo sacar a esa cosa abominable del pobre pie de mi pequeño.
Otra imagen que me ha quedado guardada en el corazón es la garrapata saliendo mediante pinzas y moviendo sus extremidades, mientras el pie queda liberado de todo mal y yo me oigo diciendo gracias, gracias, gracias, aunque no sé si al hombre del otro lado de la línea telefónica, si a mi marido o si al mundo entero.
Y empiezo a sollozar.
Mi hijo, el liberado, se me queda mirando con cara sorprendida y pensando que soy una exagerada (si, soy una exagerada que acaba de perder el control, ¿pasa algo?).
Compruebo entre lágrimas la herida en la piel. Noto un leve puntito y me dedico a fregarlo con una gasa con alcohol con demasiado ímpetu, hasta que mi pequeño me dice que le duele.
¿Te duele?¿Mucho?¿Dentro?
"No, mamá, ¡me duele que me aprietes tanto!"
El padre de mis hijos, en este momento, es dueño de mi teléfono, ha agradecido al hombre de las pinzas su colaboración, ha agradecido la llamada de la pediatra que acaba de llamar en este preciso instante y no me dirige la palabra mientras espera pacientemente que me calme y vuelva a mi estado apacible.
Mantenemos al pie en observación, oséase, lo miro cada hora y no veo ninguna inflamación, ninguna hinchazón apreciable, ningún cambio perceptible.
Me calmo, me tranquilizo. Mis hijos están jugando y discutiendo y ya se han olvidado de la dichosa garrapata, que ha muerto aplastada entre las garras de las pinzas, que han sido apretadas con saña.
A mi favor debo decir que perdí los nervios puesto que las garrapatas son causantes de varias y crueles enfermedades, y sólo con pensar que uno de mis hijos puede tener una de estas me pone los pelos de punta.
En Massachusetts están más que acostumbrados a este tipo de insectos y aprenden a convivir con ello, intentando tomar las precauciones necesarias para evitar cualquier posible contacto. Otra costumbre con la que debo aprender a convivir.
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